Pero hoy es preciso repensar el significado de estos dos términos a la luz de los nuevos contextos sociales y de los renovados procesos educativos. Y de nada sirve volver la mirada al pasado, cuando las prácticas disciplinarias se imponían de modo arbitrario y en un clima de temor.
En la Escuela actual es necesario asociar la autoridad a la educación en libertad y en responsabilidad; y la disciplina, a una serie de normas que garantizan la convivencia democrática, los derechos de los diversos agentes educativos y el bienestar de la colectividad.
Cuando hablamos de disciplina tenemos que distinguir dos niveles: uno exterior y otro íntimo.
Disciplina exterior es la imposición y el cumplimiento del sistema normativo de una colectividad. Por tanto, la disciplina en un centro educativo es necesaria y su legitimación depende del modo en que colabore a la eficacia de la enseñanza y se entienda como un requisito pedagógico.
Más compleja es la disciplina interior, la autodisciplina. Con esta expresión nos referimos al modo en que un sujeto dirige su propia conducta y ello constituye la esencia de la autonomía personal. Se opone a la impulsividad y a la irresponsabilidad, y, como ocurre con todas las virtudes, tiene un aspecto psicológico –pertenece a los sistemas de autocontrol del comportamiento–, y un aspecto moral, puesto que implica dirigir el comportamiento hacia actos que, en último término, pueden ser evaluados moralmente.
¿Quién debe encargarse de esa educación? Sin duda, muchos lectores dirán que la familia, y tendrán razón. Pero excluir a la escuela de esta tarea significa no entender que ésta influye en esa formación, queramos o no queramos, y que reducir la tarea escolar a la instrucción, supone una tremenda falta de comprensión de las obligaciones educativas de la escuela.
En los años ochenta y noventa, en los Estados Unidos, la mayoría de los profesores pensaba que enseñar a los alumnos lo que era éticamente correcto, no era de su competencia, que lo suyo era la instrucción. Pero pocos años después, comenzaron a decir justo lo contrario, y se elaboró el documento “La educación moral en la vida del colegio”, en el que se presentaba una relación de las características de “la persona” que la escuela debía fomentar: respetar la dignidad humana, cuidar del bienestar de los demás, integrar los intereses individuales y las responsabilidades sociales, demostrar honestidad, reflejar sus elecciones morales, buscar soluciones pacíficas a los conflictos, etc.
Sin embargo, el enfoque estadounidense no parece el más adecuado, porque convierte la educación del carácter en una educación moral, cuando sus objetivos tendrían que ser más amplios. Deberían incluir la formación de hábitos básicos intelectuales y afectivos y aprovechar, por ejemplo, los planes de desarrollo de la inteligencia crítica, los programas de fomento de la creatividad, la educación emocional...
Cuando en la escuela intentamos despertar la motivación para el aprendizaje, educar el razonamiento o fomentar la capacidad para resolver problemas, estamos educando el carácter. Por ejemplo, el aprendizaje de la atención forma parte de la estructura del carácter. Y lo mismo sucede con la capacidad de aplazar la recompensa, de persistir en las metas o de elaborar proyectos. Son tareas inequívocamente educativas, como sabe cualquier maestro, y son formadoras de la personalidad.
El aprendizaje de la responsabilidad es otro de los grandes temas de la educación del carácter. Parece imprescindible que nuestros alumnos sepan que unas cosas las hacemos porque tenemos ganas de hacerlas, y otras porque son nuestra obligación; que no siempre podemos hacer lo que deseamos, ni podemos desear lo que hacemos. Por eso, es prioritario que el concepto de deber se introduzca en su mundo coincidiendo con su entrada en la escuela Primaria. Tiene que ser un elemento de su paisaje vital.
La educación para soportar la frustración es, igualmente, necesaria, porque su carencia está en el origen de gran parte de las depresiones y de muchas de las manifestaciones de violencia. Si enseñamos a un niño que puede esperar que todos sus deseos se cumplan, cuando esto no suceda sólo tendrá dos salidas: se deprimirá al ver que el mundo es hostil y no le hace caso, o se enfurecerá contra las personas a las que culpará de no satisfacerlo (padres, docentes o la sociedad en general). No es de extrañar que las depresiones y la agresividad infantil hayan aumentado tanto.
Hola Carmen:
ResponderEliminarYo le doy la razón al autor en casi todo lo que expresa, y desde luego creo que se debería introducir aquí también el concepto de educación a un nivel superior que el de instrucción, el problema, aunque surge, en mi opinión, de la estructura de la sociedad, tiene su principal apoyo en los horarios (necesitamos estudiar 6 horas al día solo para instruirnos,y eso no nos deja tiempo, ya que si para educarnos necesitásemos otras 6 horas, tendríamos que vivir en el colegio).
Mi opinión, por tanto, es que si dedicásemos más horas en educarnos como es debido, cada uno se preocuparía por sí mismo de instruirse.
Además, me gustaría añadir que además de la educación del carácter (aprender a soportar la frustración, inteligencia emocional, motivación, etc...) otra asignatura importante sería enseñarnos a pensar. Mucha gente puede aprender datos, fechas, procedimientos.... pero es mucho más difícil obtener el don de pensar (aunque haya algunos profesores que se esfuercen día a día por ayudarnos a esto, sería mucho más fácil si todo el colectivo trabajase por ello).
Hola, José:
ResponderEliminarExpones ideas interesantes, que sirven para un debate, y con muchas de ellas coincido.
A mí me parece que es posible educar e instruir al mismo tiempo, no son dos campos irreconciliables, sino, al contrario, muy complementarios.
Por supuesto, la educación del carácter y el desarrollo de la capacidad de pensar son dos de los objetivos básicos de toda educación integral.
Un saludo.