miércoles, 9 de junio de 2010

*Última entrevista a Jacques Derrida (II)

.-Usted inventó una forma, una escritura de la supervivencia, que encaja bien con esta impaciencia de la fidelidad. Una escritura de la promesa heredada, de la huella preservada, de la responsabilidad confiada.
Cada libro es una pedagogía destinada a formar a su lector. Las producciones en masa que inundan la prensa y la edición no forman a los lectores, suponen, fantasmagóricamente, un lector ya programado. De forma que acaban configurando al destinatario mediocre que habían postulado por anticipado. Ahora bien, por deseo de fidelidad, como usted dice, a la hora de dejar una huella lo único que puedo hacer es dejarla a la disposición de todos: ni siquiera puedo dirigirla singularmente a alguien. Prueba suprema: uno se vacía sin saber exactamente a quien se confía lo que deja. ¿Quién nos heredará, y cómo? Antes que eso: ¿habrá herederos? Es una pregunta que hoy nos podemos plantear más que nunca. Yo no dejo de hacérmela.

En cuanto a esto, a mi edad estoy preparado para las hipótesis más contradictorias: tengo simultáneamente, le ruego que me crea, el doble sentimiento de que, por un lado, para decirlo con una sonrisa y de forma inmodesta, aún no han empezado a leerme, que, aunque hay, por supuesto, muchos lectores magníficos (en todo el mundo quizá sean algunas decenas), en el fondo, todo esto no tendrá posibilidad de aparecer hasta más tarde; pero también que, por otro lado, quince días o un mes después de mi muerte, ya no quedará nada. Salvo lo que se guarda como depósito legal en la biblioteca. Se lo juro, creo sincera y simultáneamente en estas dos hipótesis.

.-En el centro de esta esperanza está la lengua, y, en primer lugar; la lengua francesa. Cuando uno le lee, siente en cada momento la intensidad de su pasión por ella. En El monolingüismo del otro llega usted a presentarse, irónicamente, como el «último defensor e ilustrador de la lengua francesa».
Que no me pertenece, aunque sea la única que «tengo» a mi disposición. La experiencia de la lengua, claro está, es vital. Y por lo tanto mortal, no hay nada original en ello. Las contingencias han hecho de mí un judío de Argelia, de la generación nacida antes de la «guerra de independencia»: son muchas singularidades, incluso para los judíos, y aun para los judíos de Argelia. Yo participé en una transformación extraordinaria del judaísmo francés de Argelia: mis bisabuelos estaban todavía muy cercanos a los árabes en idioma, costumbres, etc.
Y así como amo la vida, y mi vida, amo lo que me ha hecho ser como soy, de lo que es elemento esencial la lengua, esta lengua francesa que es la única que me enseñaron a cultivar, la única también de la que me puedo sentir más o menos responsable.

Por eso hay en mi escritura una manera, no diré perversa, pero sí un poco violenta, de tratar esta lengua. Por amor. El amor en general pasa por el amor al idioma, que no es ni nacionalista, ni conservador, pero que exige pruebas. Y pone a prueba. No se hace cualquier cosa con la lengua, la lengua existe antes que nosotros, nos sobrevive. Si le añadimos algo, hay que hacerlo con refinamiento, respetando su ley secreta incluso cuando no la respetamos. Nos volvemos a encontrar con lo mismo, la fidelidad infiel: cuando violento la lengua francesa, lo hago con un respeto refinado hacia lo que creo es un mandamiento de esa lengua, en su vida, su evolución. No leo sin una sonrisa, a veces sin desprecio , a esos que creen violentar, sin amor, la ortografía o la sintaxis «clásicas» de la lengua francesa, dándose aires de vírgenes aquejadas de eyaculación precoz, mientras que la lengua francesa, más intocable que nunca, mira cómo lo hacen, esperando al siguiente.

Dejar huellas en la historia de la lengua francesa, esto es lo que interesa. Vivo de esta pasión. Supongo que si amo esta lengua como amo mi propia vida, a veces más de lo que ama tal o cual francés de origen, es porque la amo como un extranjero que fue bien acogido, y que se apropió de ella como si para él fuese la única posible. Pasión que es también afán de emulación.
Todos los franceses de Argelia comparten esto conmigo, sean o no judíos. Los que procedían de la metrópoli eran sin embargo extranjeros: opresores y normativistas, normalizadores y moralizadores. Cuando un profesor llegaba de la metrópoli con su acento francés, ¡lo encontrábamos ridículo! El deseo de emulación procede de aquello: sólo tengo una lengua y al mismo tiempo, esa lengua no me pertenece. Una historia singular exacerbó en mí esta ley universal: una lengua no es de nadie.


.-Por lo general a usted le cuesta decir «nosotros» —«nosotros los filósofos» o «nosotros los judíos», por ejemplo. Pero a medida que se despliega el nuevo desorden mundial, parece cada vez menos reticente a decir «nosotros los europeos».
Dos incisos: en efecto, me cuesta decir «nosotros», pero aun así lo digo. A pesar de todos los problemas que me torturan a este respecto, empezando por la desastrosa y suicida política de Israel —y de cierto sionismo (puesto que a mis ojos Israel no representa al judaísmo mejor que la diáspora o incluso el sionismo mundial u originario, que fue múltiple y contradictorio; por otra parte existen también fundamentalistas cristianos que se proclaman auténticos sionistas en los Estados Unidos. Su lobby tiene más peso que la comunidad judía americana, por no hablar de la saudita, en la orientación de la política americano–israelí)—, y bien, a pesar de todo esto y de otros muchos problemas que tengo con mi judeidad, nunca renegaré de ella. En determinadas situaciones siempre diré «nosotros los judíos». Este «nosotros» tan atormentado está en el centro de la parte más inquieta de mi pensamiento, el pensamiento de aquel a quien una vez llamé, sonriendo apenas, «el último de los judíos». Dentro de este pensamiento mío eso sería lo que Aristóteles dice sobre la oración: no es ni verdadera ni falsa. Es, literalmente, una oración. En ciertas situaciones, no dudaré en decir «nosotros los judíos», como también diré «nosotros los franceses».

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