.-Usted afirma que Europa se enfrenta a la necesidad de asumir una nueva responsabilidad.
Así es. No hablo de la comunidad europea tal como existe o se dibuja en su mayoría actual (neoliberal), virtualmente amenazada por tantas guerras internas, sino de una Europa que aún está por venir y se busca en Europa (la «geográfica») y fuera de ella. Lo que se llama algebraicamente «Europa» tiene responsabilidades que asumir, por el futuro de la humanidad, por el futuro del derecho internacional: tengo una fe absoluta en esto. Y aquí, no vacilaré en decir «nosotros los europeos». No se trata de desear la constitución de una Europa que sería otra superpotencia militar, protectora de su mercado y que serviría de contrapeso a otros bloques, sino de una Europa que vendría a sembrar las semillas de una nueva política altermundialista. Ésta es para mí la única salida posible. Y esta fuerza está en marcha. Aunque sus motivos sean todavía confusos, pienso que ya nada la detendrá. Cuando digo Europa, me refiero a esto, a una Europa altermundialista, que transforme el concepto y las prácticas de la soberanía y del derecho internacional. Ése es también el lugar desde el que se puede pensar lo mejor posible algunas figuras de laicidad, o de la justicia social, otras tantas herencias europeas.
.-Acaba de mencionar «laicidad».
Permítame aquí un largo paréntesis. No tiene que ver con el velo en la escuela, sino con el velo del «matrimonio». Apoyé sin dudarlo con mi firma el matrimonio entre homosexuales porque este contexto legislativo actual me parece injusto —para los derechos de los homosexuales—, hipócrita y equívoco en su espíritu y su letra.
Si fuese legislador, propondría la desaparición sin más de la palabra y del concepto de «matrimonio» en un código civil y laico. El «matrimonio», valor religioso, sacro, heterosexual —unido a la idea de procreación, de fidelidad eterna, etcétera—, es una concesión del Estado laico a la Iglesia cristiana. Al suprimir la palabra y el concepto de «matrimonio», este equívoco o esta hipocresía religiosa y sacra, que no tiene sitio en una constitución laica, sería reemplazado por una «unión civil» contractual.
Si fuese legislador, propondría la desaparición sin más de la palabra y del concepto de «matrimonio» en un código civil y laico. El «matrimonio», valor religioso, sacro, heterosexual —unido a la idea de procreación, de fidelidad eterna, etcétera—, es una concesión del Estado laico a la Iglesia cristiana. Al suprimir la palabra y el concepto de «matrimonio», este equívoco o esta hipocresía religiosa y sacra, que no tiene sitio en una constitución laica, sería reemplazado por una «unión civil» contractual.
En cuanto a los que quieran, en sentido estricto, unirse en «matrimonio» —hacia el cual sigo conservando por lo demás todo mi respeto— lo podrían hacer ante la autoridad religiosa que elijan; así ocurre por cierto en otros países que aceptan consagrar religiosamente matrimonios entre homosexuales. Las personas podrían unirse de uno de estos dos modos, o de ambos, o bien podrían unirse al margen de la ley laica y de la ley religiosa. Fin del paréntesis conyugal. Es una utopía pero señalo fecha.
.-En lo que se refiere a Europa, ¿no está usted en guerra consigo mismo? Por un lado, comenta que los atentados del 11 de Septiembre arruinan la vieja gramática geopolítica de las potencias soberanas, señalando así la crisis de cierto concepto de lo político, que define como propiamente europea. Por otro, mantiene su apego a ese espíritu europeo, y en primer lugar al ideal cosmopolita de un derecho internacional cuya decadencia describe con toda justicia. O la supervivencia...
Hay que «reedificar» lo cosmopolítico. Cuando uno dice cosmopolítico, se sirve de una palabra griega que siempre supuso el Estado, la forma polis vinculada al territorio nacional y la autoctonía. Sean cuales sean las rupturas dentro de esta historia, semejante concepto de lo político sigue siendo dominante, en el momento mismo en que muchas fuerzas lo están dislocando: la soberanía del Estado ya no está relacionada con un territorio, las tecnologías de comunicación y la estrategia militar tampoco, y esta dislocación pone en crisis el viejo concepto europeo de lo político. Y de la guerra, y de la distinción entre lo civil y lo militar, y del terrorismo nacional e internacional...
Pero no creo que haya que enfadarse con lo político. Ni tampoco con la soberanía, que creo que tiene cosas buenas en determinadas situaciones, por ejemplo para luchar contra algunas fuerzas mundiales del mercado. También en este caso se trata de una herencia europea que es necesario guardar y transformar al mismo tiempo. Porque la democracia como idea europea, nunca ha existido de manera satisfactoria, y todavía está por venir. Y en efecto, siempre encontrará usted en mí, ese mismo gesto, para el cual no tengo justificación última, salvo que soy yo, que está allí donde yo estoy.
Hay que «reedificar» lo cosmopolítico. Cuando uno dice cosmopolítico, se sirve de una palabra griega que siempre supuso el Estado, la forma polis vinculada al territorio nacional y la autoctonía. Sean cuales sean las rupturas dentro de esta historia, semejante concepto de lo político sigue siendo dominante, en el momento mismo en que muchas fuerzas lo están dislocando: la soberanía del Estado ya no está relacionada con un territorio, las tecnologías de comunicación y la estrategia militar tampoco, y esta dislocación pone en crisis el viejo concepto europeo de lo político. Y de la guerra, y de la distinción entre lo civil y lo militar, y del terrorismo nacional e internacional...
Pero no creo que haya que enfadarse con lo político. Ni tampoco con la soberanía, que creo que tiene cosas buenas en determinadas situaciones, por ejemplo para luchar contra algunas fuerzas mundiales del mercado. También en este caso se trata de una herencia europea que es necesario guardar y transformar al mismo tiempo. Porque la democracia como idea europea, nunca ha existido de manera satisfactoria, y todavía está por venir. Y en efecto, siempre encontrará usted en mí, ese mismo gesto, para el cual no tengo justificación última, salvo que soy yo, que está allí donde yo estoy.
.-Insisto, ¿está en guerra contra sí mismo?
Estoy en guerra conmigo mismo, es verdad, no sabe usted hasta qué punto, más de lo que pueda imaginar, y digo cosas contradictorias, cosas que están, digamos, en una tensión real, que me construyen, me hacen vivir y me harán morir. Esta guerra, la veo a veces como una guerra terrorífica, penosa, pero al mismo tiempo sé que así es la vida. Sólo encontraré la paz en el descanso eterno. Pues no puedo decir que asumo esta contradicción, pero sé que es lo que me deja en vida, y me hace plantear la pregunta que usted me recordaba: «¿Cómo aprender a vivir?»
.-En dos libros recientes usted volvió sobre esta gran cuestión de la salvación, del duelo imposible, de la supervivencia, en fin. Si cabe definir la filosofía como «el anticipo desasosegado de la muerte», ¿se puede considerar la «deconstrucción» como una interminable ética del superviviente?
Como ya he recordado, desde el principio, y mucho antes de las experiencias de la supervivencia que hoy en día son las mías, señalé que la supervivencia es un concepto original, que constituye la estructura misma de lo que llamamos existencia. Somos estructuralmente supervivientes, estamos marcados por esta estructura de la huella, del testamento. Pero, dicho esto, no quisiera dar crédito a la interpretación de que la supervivencia está más del lado de la muerte, del pasado, que de la vida, del futuro. No, la deconstrucción está siempre del lado del sí, de la afirmación de la vida.
Todo lo que digo sobre la supervivencia como complicación de la oposición vida-muerte procede en mí de una afirmación incondicional de la vida. La supervivencia es la vida más allá de la vida, es la vida más que la vida, y el discurso que pronuncio no es un discurso de muerte, al contrario, es la afirmación de alguien vivo que prefiere el vivir, y por tanto el sobrevivir, a la muerte, dado que la supervivencia no es sólo lo que queda, es la vida más intensa posible. Nunca estuve tan obsesionado por la necesidad de morir como en los momentos de felicidad y de gozo. Gozar y llorar la muerte que acecha es para mí lo mismo. Cuando recuerdo mi vida, tiendo a pensar que tuve suerte de amar incluso los momentos infelices de mi vida, y de bendecirlos. Casi todos, excepto uno. Cuando me acuerdo de los momentos felices, también los bendigo, claro está, y al mismo tiempo me precipitan hacia el pensamiento de la muerte, hacia la muerte, porque ya pasaron, ya se acabó...
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